Mis manos conocen el peso exacto del granito, la frialdad del cuarzo y la flexibilidad del porcelánico. Cada día, cuando me pongo el mono de trabajo, sé que me esperan horas de precisión, fuerza y, sobre todo, paciencia. Llevo años instalando encimeras de cocina Pontevedra, y puedo decir que he visto la evolución de muchas casas desde los cimientos hasta convertirse en verdaderos hogares, siendo la cocina el corazón de la mayoría.

La jornada a menudo empieza temprano, con el café humeante y la ruta planificada. A veces es un piso en el centro histórico, con sus callejuelas estrechas que complican la descarga del material. Otras, una casa en las afueras, con unas vistas impresionantes a la ría o a la campiña gallega. Pero el proceso es siempre el mismo: primero, la verificación de las medidas. Aunque el carpintero o el montador de muebles ya hayan hecho lo suyo, yo soy el último eslabón y no hay margen de error. Un milímetro aquí, un grado allá, y la encimera que ha costado semanas de fabricación simplemente no encajará.

El transporte es una batalla en sí misma. Una encimera de granito puede pesar lo suyo, y subirla por tres tramos de escaleras estrechas, esquivando puertas y marcos, es un ejercicio de coreografía y fuerza bruta. Una vez en el sitio, la cosa se pone delicada. Cortar, pulir, hacer los orificios para el fregadero y la placa… cada movimiento es crítico. El polvo, inevitable, se mezcla con el sonido de la radial y el olor de los selladores.

Pero la verdadera satisfacción llega al final. Cuando la pieza, por fin, descansa sobre los muebles, perfectamente nivelada, los huecos ajustados al milímetro, sellada y limpia. Es entonces cuando el espacio adquiere su sentido. Recuerdo una vez, en un piso antiguo cerca de la Plaza de la Leña, la clienta tenía una ilusión enorme por su nueva cocina. Cuando terminé y encendió las luces, vi la emoción en sus ojos al ver su encimera de cuarzo blanco reflejando la luz. «¡Es justo lo que soñaba!», me dijo.

En Pontevedra, he trabajado en cocinas de todos los estilos, desde las rústicas con piedra a la vista hasta las más modernas y minimalistas. Cada trabajo es un pequeño desafío y una nueva historia. Ver la cara de los clientes al terminar, la aprobación silenciosa o la exclamación de alegría, es la recompensa a todo el esfuerzo. Al final del día, cuando el Sol empieza a caer sobre el Lérez y desmonto las herramientas, sé que no solo he instalado una encimera, sino que he contribuido a construir el corazón de un hogar. Y eso, para mí, es un privilegio.