Cuando era niña, una de mis mayores alegrías era visitar la granja de mi abuelo en Ourense. Era como adentrarse en un mundo mágico lleno de animales fascinantes. Cada visita era una aventura, especialmente cuando íbamos a comprar el pienso para alimentar a todos nuestros amigos de la granja.

 

Nuestra lista de animales era interminable. Teníamos gallinas cacareando por todos lados, pavos majestuosos mostrando sus plumajes y patos nadando alegremente en el estanque. Pero eso no era todo, también teníamos ovejas mimosas, cabras saltarinas y cerdos juguetones. Y no puedo olvidar a nuestras queridas vacas, que siempre nos brindaban leche fresca y deliciosa.

 

Cada mañana, mi abuelo y yo nos levantábamos temprano para cuidar de nuestros animales. Era una rutina maravillosa que nos permitía estar en contacto directo con la naturaleza y aprender el valor del trabajo duro. Nos ocupábamos de limpiar los establos, proporcionarles agua y alimento, y asegurarnos de que estuvieran felices y saludables.

 

Cuando llegaba el momento de comprar pienso en Ourense, era una experiencia emocionante. Recuerdo que mi abuelo me llevaba de la mano y caminábamos hasta la tienda de suministros agrícolas. El olor a heno y cereales llenaba el aire, y los sacos de pienso se apilaban hasta el techo. Era como entrar en un mundo lleno de sabores y texturas que alimentarían a nuestros animales.

 

El dependiente de la tienda siempre nos recibía con una sonrisa amable. Nos conocía muy bien y sabía exactamente qué tipo de pienso necesitábamos para cada animal. Recuerdo cómo le explicábamos las peculiaridades de cada uno, como las preferencias de nuestras gallinas por el maíz o el gusto especial de nuestras ovejas por la alfalfa.

 

Cargar los sacos de pienso en el carro y llevarlos de regreso a la granja era un trabajo en sí mismo. Aunque a veces eran pesados, mi abuelo y yo nos ayudábamos mutuamente y disfrutábamos del esfuerzo compartido. Era una forma de fortalecer nuestros lazos y crear recuerdos que durarían toda la vida.

 

Una vez en la granja, los animales esperaban ansiosos su ración de alimento. Los cerdos gruñían con alegría, las gallinas picoteaban impacientes y las ovejas balaban en anticipación. Era un espectáculo maravilloso ver cómo todos disfrutaban de su comida y cómo sus energías se renovaban.

 

Aquellas visitas a la granja de mi abuelo en Ourense se quedaron grabadas en mi corazón. Aprendí el amor y el respeto por los animales, así como el valor del trabajo en equipo. Crecer rodeada de tantos amigos de la granja me enseñó la importancia de cuidar de la naturaleza y valorar los lazos familiares.