A un paso de la Praza do Obradoiro, mientras una gaita estira una nota eterna y un peregrino se hace un selfie con capa de lluvia, las clases de inglés Santiago de Compostela están viviendo su propia revolución discreta: han pasado de ser pizarra, verbo to be y bostezos a convertirse en pequeñas redacciones de la vida real, donde se negocia un contrato ficticio, se pide café en un role play que parece sacado de la Rúa do Franco y se improvisa un debate sobre el último derbi del fútbol gallego. Lo dicen los profesores, lo confirman los alumnos y lo demuestra la escena: hay ruido, risas contenidas, correcciones in situ y una sensación de gimnasio mental donde los músculos se llaman listening, speaking, y, cuando toca, ese temido phrasal verb que en clase ya nadie esquiva.

La apuesta por lo práctico no es un capricho: responde a un cambio de mentalidad. “El estudiante compostelano está cansado de ejercicios fotocopiados sin contexto”, confiesa Marta Vázquez, docente con acento de Sar y paciencia de cirujana. En su aula no se memorizan listas de vocabulario como quien repasa un santoral; se construyen diálogos que simulan reuniones de trabajo, se editan correos con tono profesional y se ensaya cómo desactivar malentendidos con una sonrisa. Los errores se corrigen en el momento, sin dramatismos, y se celebran las frases que salen limpias y redondas, porque de eso trata el aprendizaje real: de la fricción amable entre lo que uno intenta decir y lo que finalmente logra.

La ciudad, además, pone su granito de granito. Con su clima generoso en chubascos, hay pocas excusas para no refugiarse en una sala con pizarra digital y micrófonos, donde se graban mini-podcasts que luego los alumnos escuchan en el bus hasta San Lázaro. Cuando el sol se digna, se llevan las prácticas a la Alameda: paseos conversacionales entre magnolios, donde tocar el tema de Small Talk deja de ser una teoría aburrida para convertirse en un “How’s your week going?” con vistas al campus. Quien piense que la lluvia es enemiga del aprendizaje no ha visto cómo un “It’s pouring” dicho con propiedad puede alegrar un martes.

La Universidad vecina actúa como termómetro y motor. Estudiantes de Bioloxía que necesitan presentar pósters en congresos, doctorandos de Historia con lecturas interminables y profesionales de la salud con guardias imposibles confluyen en grupos reducidos que no se miden por edad, sino por objetivos. Hay quien practica llamadas telefónicas con pacientes de medio mundo, quien prepara entrevistas técnicas con simulacros grabados, y quien se enfrenta, sin drama, a ese IELTS o B2 First con estrategias diseñadas al milímetro. Si el objetivo es subir de nivel, no basta con un examen de muestra: se analizan patrones de error, se afinan tiempos de respuesta y se miden progresos con rúbricas claras que no se esconden detrás de una sonrisa amable.

Lo curioso es que, cuanto más se hace vivir el idioma, menos miedo da. Iago, ingeniero que juraba aterrorizarse al hablar, cuenta que el primer día se le escapó un “Sorry?” tan bajo que ni el micro lo captó; al tercero ya estaba defendiendo una idea impopular en un debate sobre turismo de masas, con datos y sentido del humor. La magia no es magia: es diseño didáctico. Juegos serios que premian la precisión, improvisaciones con guion fino, feedback individual que evita la trampa de “bien, vas muy bien”. Cuando algo cojea, se dice; cuando algo despega, también. Y de fondo, la certeza de que aprender no es sufrir en silencio, sino ajustar la brújula cada semana.

El tejido local ha descubierto otro as en la manga: el inglés como herramienta de negocio. En coworkings de la zona de Fontiñas se organizan simulaciones de pitch para startups, con tiempos de 90 segundos y preguntas incómodas, mientras en comercios del casco histórico se ensaya la atención al cliente en escenarios realistas. No se trata solo de “saber inglés”, sino de usarlo sin pedir perdón, con cortesía y eficacia. Para quienes trabajan con horarios cambiantes, el formato híbrido permite asistir en persona los jueves y conectarse desde casa los lunes, con tareas que no son deberes de libro, sino microproyectos: redactar una política de devoluciones, resumir un artículo del New England Journal of Medicine o narrar en audio una anécdota del Camino.

Los profesores, por su parte, han dejado de ser guardianes del diccionario para convertirse en editores de intenciones. Corrigen, sí, pero también provocan. Lanzan preguntas que obligan a argumentar, cortan monólogos para invitar a repreguntar, y enseñan a escuchar con propósito, que es el paso olvidado del aprendizaje. La gramática aparece cuando se la necesita, como esa llave inglesa que no sabes que existe hasta que algo vibra; entonces encaja, se ajusta y desaparece de nuevo en la caja de herramientas. Nada de ladrillos teóricos antes de construir, porque el edificio se sostiene mejor si el cemento es conversación.

Hay un costado emocional que se subestima y aquí se cuida con mimo. La risa no es un adorno: baja la guardia y facilita que el cerebro juegue a favor. Un malentendido divertido con “sheet” y “seat” se corrige con un chascarrillo y una vocal alargada, y jamás vuelve a fallar. Se normaliza el acento gallego, se celebra la claridad y se recuerda que el objetivo no es sonar a Londres, sino a uno mismo con herramientas nuevas. El día que toca pronunciación se puede acabar practicando en voz baja por la Rúa do Vilar, cronometrando trabalenguas como si fueran series de gimnasio: tres repeticiones, descanso, otra tanda. El sudor, en este caso, es mental.

Quien busque precio, horario y promesas milagrosas quizá no entienda el enfoque hasta probarlo. Las academias serias de la ciudad prefieren ofrecer evidencias: muestras de clase, métricas de avance, guías de estudio personalizadas y, sobre todo, la sensación de que cada sesión deja algo tangible. Un verbo que por fin aterriza, una estructura que se automatiza, un minuto más de fluidez sin muletas. En una ciudad que sabe de paciencia y de metas que se alcanzan paso a paso, tiene sentido que el aprendizaje se mida así, con huellas pequeñas y bien marcadas en el cuaderno, en el móvil y, cada vez más, en la confianza con la que se suelta la primera frase en una reunión con acento internacional.